Autor: Arq. Edwin Domínguez Espínola
Categoría: B. Ciudad / Urbanismo / Planificación Urbana
NOTA DEL AUTOR | Crecí viendo cómo Chimbote cambiaba con cada marea, este texto nace de esa experiencia y de la necesidad de imaginar una ciudad que pueda sanar sin olvidar su historia.
RESUMEN
El presente ensayo aborda la conurbación Chimbote–Nuevo Chimbote como un laboratorio urbano de contradicciones, resiliencia y aprendizaje colectivo, a partir de una mirada que combina la crónica personal con la reflexión crítica, se analiza cómo el crecimiento descontrolado, la desigualdad espacial y la expansión informal revelan tanto los fracasos del urbanismo moderno como la capacidad creativa de la ciudadanía para reinventar su territorio. Chimbote, ciudad nacida del impulso industrial y moldeada por el caos migrante, representa un caso paradigmático donde el planeamiento formal y la autoconstrucción popular se enfrentan y se complementan, en el marco de los desafíos contemporáneos —movilidad, sostenibilidad, justicia ambiental y gobernanza participativa—, este ensayo propone una visión propositiva del urbanismo regenerativo, entendiendo la ciudad como un organismo vivo que solo puede sanar si se reconcilia con su historia, su ecología y su gente.
Palabras clave: urbanismo, resiliencia, autoconstrucción, sostenibilidad, desigualdad espacial, planificación urbana, participación ciudadana.
INTRODUCCIÓN
Crecí viendo cómo Chimbote cambiaba con cada marea, las olas parecían marcar no solo el ritmo del mar, sino también el pulso de la ciudad: la llegada de nuevas familias, el auge y la caída de la pesca, el vaivén de los barrios que se construían, demolían y volvían a levantarse sin descanso, lo que para algunos era caos, para quienes habitábamos la ciudad era una coreografía constante de resiliencia y adaptación. Con el tiempo entendí que Chimbote no se puede comprender en planos ni cifras, sino en historias: historias de quienes con las manos levantaron sus casas, trazaron sus calles y defendieron su derecho a existir.Este ensayo nace de esa memoria, de la necesidad de imaginar una ciudad que pueda sanar sin borrar sus cicatrices, que pueda crecer sin expulsar a quienes la sostienen, y que reconozca que la resiliencia no es un concepto de laboratorio, sino un acto cotidiano de quienes, desde la precariedad, construyen con esperanza.Chimbote–Nuevo Chimbote constituye hoy una ciudad bipolar: dividida entre la planificación formal y la realidad informal, entre la utopía del urbanismo moderno y la crudeza de la autoconstrucción popular. En esa tensión se reflejan los grandes dilemas urbanos del Perú contemporáneo: desigualdad, expansión sin control, contaminación, fragmentación territorial y ausencia de gobernanza. Pero también, en esa misma tensión, se gesta una nueva posibilidad: la de un urbanismo que aprenda de la gente, que abrace la diversidad de formas de habitar y que reconozca en la resiliencia cotidiana un modelo alternativo de sostenibilidad urbana.
En el fondo, se trata de una pregunta: ¿cómo puede una ciudad como Chimbote construir sostenibilidad y justicia sin perder su memoria, su vitalidad y su capacidad de reinventarse?
La Ciudad Bipolar: Resiliencia Informal y el Desafío de la Sostenibilidad en la Conurbación Chimbote–Nuevo Chimbote
Chimbote siempre ha tenido algo de paradoja, desde el aire, la ciudad parece ordenada, con sus avenidas rectas, sus fábricas alineadas junto al puerto y sus conjuntos habitacionales que imitan los ideales del modernismo, pero basta poner un pie en tierra para entender que ese orden es apenas una linea recta hay un desvío; detrás de cada manzana regular, un pasaje improvisado que conduce a un barrio levantado con las uñas, esa es la verdadera cartografía de Chimbote: un laberinto de intenciones donde la necesidad siempre ha sido más fuerte que la norma.La historia comenzó con promesas de progreso, en la década de 1940, se soñó con un Chimbote moderno que acompañara el auge industrial del puerto. El Plan Regulador de Chimbote, diseñado por José Luis Sert y Paul Lester Wiener, bajo la influencia del CIAM, imaginaba una ciudad racional, limpia y funcional: un modelo de modernidad tropical que encarnara la fe en la planificación como herramienta de transformación social: Avenidas jerárquicas, zonas bien delimitadas, parques, equipamientos, un centro cívico monumental, en los planos, Chimbote era el espejo de un país que quería dejar atrás el atraso y caminar hacia la modernidad.

Pero la realidad se impuso con una fuerza que ni Sert ni Wiener podían prever, la industria pesquera creció más rápido que los cálculos de cualquier planificador, la siderúrgica de Siderperú se convirtió en imán para miles de migrantes andinos que, impulsados por el sueño del trabajo estable, llegaron con poco más que sus manos, las casas brotaban donde había espacio, los barrios se trazaban con esteras. Los límites de la ciudad se expandían como una mancha viva, impredecible, que nadie —ni el Estado, ni los urbanistas— podía detener.
Recuerdo a mi abuelo decir que Chimbote era una ciudad que se construía cada domingo. Y tenía razón. Cuando las fábricas cerraban, los obreros se convertían en albañiles, electricistas, arquitectos de su propio destino, cada ladrillo levantado era un acto de resistencia frente a la precariedad, un grito silencioso de “aquí estamos”, esa autoconstrucción, que tantos técnicos calificaron como “informal”, fue en realidad la expresión más pura de la resiliencia urbana.
Las casas no seguían manuales, pero tenían alma, una habitación se convertía en dos; el techo de estera se reforzaba con calamina; la cocina, al aire libre al principio, se cerraba con el tiempo, cada modificación era un capítulo en la biografía de una familia. Así, los barrios crecían como organismos vivos, adaptándose, mutando, respondiendo a las necesidades y los sueños de quienes los habitaban.
El Estado, entretanto, seguía distante, los proyectos de vivienda pública llegaban tarde o nunca. Los técnicos hablaban de “desorden urbano”, sin comprender que ese “desorden” era una respuesta creativa ante la indiferencia institucional. Donde no había parques, surgían losas deportivas, donde no había luz, se improvisaban conexiones, donde no había agua, se formaban comités, lo que para el planeamiento era caos, para la gente era supervivencia.
Chimbote no fue solo el fracaso del urbanismo moderno; fue el triunfo de la gente común sobre las limitaciones del modelo formal, la resiliencia, palabra que hoy puebla discursos y documentos, aquí tenía rostro y olor: el de la madre que ampliaba su casa para abrir una bodega, el del padre que participaba en la “minka” del fin de semana para empedrar la calle, el de los niños que jugaban entre los escombros imaginando un futuro distinto. Pero esa vitalidad también tuvo un costo, la ciudad creció sin regulación ambiental ni planificación territorial, el mar, fuente de vida, empezó a enfermar, las aguas de la Bahía El Ferrol, antes limpias, se volvieron oscuras por los vertimientos industriales, el aire se volvió espeso, las playas desaparecieron tras los muros, lo que debía ser un paisaje de progreso se transformó en un escenario de crisis ambiental.
La bahía se convirtió en metáfora: espejo de la degradación urbana y moral de una ciudad que se había olvidado de respirar, las fábricas que alguna vez simbolizaron el futuro ahora eran ruinas de acero, la promesa de modernidad se había oxidado. Sin embargo, entre los escombros seguía latiendo una energía imposible de extinguir: la de la gente.
Fue en los márgenes, no en los centros, donde nació la esperanza, los comedores populares, las asociaciones de vivienda, las organizaciones vecinales surgieron como respuestas a la desidia del Estado. En esos espacios, mayoritariamente liderados por mujeres, se tejió una red de cuidado, de gestión y de resistencia, esa organización social fue —y sigue siendo— el alma de la resiliencia chimbotana.
La ciudad, entonces, comenzó a pensarse a sí misma desde abajo, los movimientos ciudadanos reclamaron acceso al mar, espacios verdes, transporte digno, y, aunque las políticas urbanas llegaron con lentitud, se empezó a reconocer que la planificación no podía seguir ignorando lo que la gente ya había hecho, como diría Henri Lefebvre (1968), el derecho a la ciudad no es solo el derecho a habitarla, sino a transformarla. En Chimbote, ese derecho se ejerció mucho antes de que fuera teoría.
Hoy, el desafío no es solo reconocer esa historia, sino integrarla en un proyecto urbano de futuro, porque la expansión informal, aunque creativa, también generó desigualdades espaciales profundas, mientras los barrios populares se levantaban sin servicios, los nuevos enclaves residenciales en Nuevo Chimbote crecían con jardines, veredas y pistas asfaltadas, la ciudad se partió en dos: una formal y otra invisible, una con derechos y otra con carencias.
La movilidad amplificó esa fractura, desplazarse desde los asentamientos periféricos hasta el centro podía tomar horas, con transporte ineficiente, inseguro y contaminante, en una ciudad donde el trabajo está disperso y la informalidad domina, moverse se volvió una forma de desigualdad, si la sostenibilidad implica equidad, entonces Chimbote todavía tiene una deuda.
Frente a esa realidad, la planificación urbana debe repensarse, no puede seguir siendo una herramienta de exclusión, sino una de reparación, un urbanismo que no parta de la negación de la informalidad, sino de su comprensión; que no imponga formas, sino que escuche las existentes; que no construya desde el poder, sino desde la empatía.
El futuro de Chimbote no está en borrar lo que se hizo “mal”, sino en aprender de ello, las estrategias de regeneración deben basarse en el reconocimiento del tejido social, en la consolidación progresiva de los barrios autoconstruidos, en la rehabilitación ecológica de la bahía, y en la creación de redes de movilidad sostenible que conecten la ciudad fragmentada.
Regenerar la Bahía El Ferrol, por ejemplo, no es solo una cuestión ambiental, sino un acto de justicia social, devolver el mar a los ciudadanos significa sanar una herida colectiva, proyectos de restauración de humedales, malecones verdes y equipamientos culturales pueden convertir el litoral en un espacio de encuentro, educación y resiliencia climática.
Asimismo, el fortalecimiento de la movilidad no motorizada —ciclovías, senderos, transporte público integrado— puede romper el aislamiento de los barrios periféricos y reducir la huella de carbono de la ciudad. Porque, como señala Jane Jacobs (1961), la vitalidad urbana surge del contacto, del movimiento, del encuentro cotidiano en el espacio público.
Pero nada de eso será posible sin gobernanza, la fragmentación institucional entre Chimbote y Nuevo Chimbote es reflejo de la misma división física y social, las políticas urbanas deben pensarse a escala metropolitana, con participación ciudadana real, mesas de planificación colaborativa, asistencia técnica para autoconstructores, incentivos a la vivienda sostenible y mecanismos de presupuesto participativo son herramientas para reconstruir la confianza entre Estado y sociedad.
La sostenibilidad, en este sentido, no puede reducirse a la ecología: debe ser también social y cultural, significa garantizar el derecho a la vivienda, al trabajo digno, a la movilidad, al paisaje y a la memoria. Significa proteger la bahía, pero también las historias que la rodean, significan, en última instancia, reconciliar a la ciudad con su gente.
Chimbote y Nuevo Chimbote pueden ser laboratorio de un nuevo urbanismo peruano: uno que no repita los errores del pasado, que combine el conocimiento técnico con la sabiduría popular, y que entienda la resiliencia no como resistencia pasiva, sino como potencia transformadora.
Porque la resiliencia chimbotana no nació de los manuales, sino de la necesidad, y, sin embargo, contiene todas las lecciones que el urbanismo moderno olvidó: que la ciudad no se diseña, se construye entre todos; que el espacio público no se decreta, se vive; que la sostenibilidad no se impone, se teje desde el barrio.
Al final, quizá la bipolaridad de Chimbote no sea una enfermedad, sino una condición vital, una ciudad que oscila entre la crisis y la esperanza, entre el caos y la creación, entre la ruina y el renacimiento, una ciudad que, como el mar que la baña, nunca deja de moverse.
Pero ninguna reflexión sobre la resiliencia urbana de Chimbote estaría completa sin imaginar, aunque sea desde la esperanza, cómo podrían reconfigurarse los vínculos entre espacio público, ciudadanía y territorio, después de décadas de crecimiento improvisado y respuestas reactivas, el futuro de la conurbación no puede seguir dependiendo únicamente de la energía inagotable de sus habitantes: necesita proyectos que reconozcan y potencien esa energía dentro de un marco planificado, sostenible y profundamente humano.
Un primer horizonte posible surge en torno a la regeneración de los espacios públicos comunitarios, muchos barrios de Chimbote y Nuevo Chimbote conservan vacíos urbanos o áreas residuales —antiguos arenales, explanadas industriales abandonadas o bordes de quebrada— que hoy operan como terrenos marginales, reconvertir esos espacios en parques de escala barrial con enfoque ecosistémico permitiría introducir vegetación nativa, mitigar el calor urbano y crear puntos de encuentro seguros, no se trata solo de “construir parques”, sino de diseñar infraestructura de convivencia, donde la comunidad participe desde el diagnóstico hasta la ejecución, los “parques resilientes”, como podrían llamarse, serían espacios para el ocio, la cultura y la memoria local, pero también pequeñas infraestructuras verdes capaces de absorber aguas pluviales, filtrar contaminación y fortalecer la identidad territorial.
El segundo proyecto urgente y profundamente simbólico sería la recuperación integral del borde costero de la Bahía El Ferrol, este podría convertirse en un gran parque lineal metropolitano —una especie de “Malecón del reencuentro”— que integre los barrios ribereños, los humedales y las zonas industriales en un corredor continuo de acceso público. Imaginemos un espacio donde el sonido del mar no esté reservado a las fábricas, sino devuelto a la gente, este malecón regenerativo no solo serviría como espacio de recreación y paisaje, sino también como infraestructura de mitigación frente al cambio climático: dunas restauradas, pasarelas de madera, ciclovías costeras y áreas de manglar urbano que funcionen como filtros naturales. Su gestión podría ser compartida entre el municipio, universidades locales y asociaciones vecinales, asegurando que su mantenimiento responda a intereses ciudadanos y no únicamente turísticos.
Un tercer frente de intervención reside en la movilidad como eje de equidad urbana, Chimbote necesita un sistema de transporte que deje atrás la fragmentación espacial y la dependencia del mototaxi, un proyecto piloto de corredor de buses eléctricos entre Nuevo Chimbote y el centro histórico, complementado con una red de ciclovías seguras, podría redefinir la estructura de la ciudad, pero más allá de la infraestructura, este proyecto sería también un ejercicio de educación cívica: enseñar que moverse bien por la ciudad es parte del derecho a vivir dignamente. La movilidad sostenible no es un lujo, sino una plataforma de igualdad.
Por último, ninguna transformación será posible sin un modelo de gestión territorial participativa, Chimbote necesita recuperar la tradición de organización vecinal que alguna vez levantó sus barrios desde la arena, se podría institucionalizar una “Escuela Metropolitana de Ciudadanía Urbana”, un programa permanente donde líderes comunales, técnicos, arquitectos y jóvenes activistas se formen juntos en temas de gestión ambiental, planificación y diseño urbano participativo. Este espacio, apoyado por universidades locales y ONG urbanas, podría convertirse en un semillero de futuros planificadores comunitarios, democratizando el conocimiento y consolidando la gobernanza metropolitana desde abajo.
Todos estos proyectos —el parque resiliente, el malecón regenerativo, la red de movilidad equitativa y la escuela de ciudadanía urbana— no son utopías inalcanzables, son posibles si la planificación aprende a dialogar con la memoria viva de la ciudad. Cada uno de ellos combina diseño físico, inclusión social y sostenibilidad ambiental, exactamente los tres pilares que la categoría del concurso reivindica como esenciales para la construcción de ciudades sostenibles y humanas.
Chimbote no necesita borrar su historia para transformarse; necesita reconciliarse con ella. En esa reconciliación, el espacio público se convierte en el lenguaje común, el escenario donde la memoria, la justicia ambiental y la equidad se encuentran para imaginar un porvenir compartido.
Conclusión
Chimbote, con todas sus fracturas y resistencias, encarna el dilema de las ciudades latinoamericanas: cómo construir futuro sin negar las cicatrices del pasado, durante décadas, su paisaje urbano fue el escenario de una batalla silenciosa entre la planificación que no llegó y la autoconstrucción que no se detuvo, el resultado es una ciudad híbrida, contradictoria, pero también intensamente viva. Allí donde los planos modernistas se desvanecieron, emergió una cultura urbana hecha de esfuerzo colectivo y esperanza cotidiana, de esas manos anónimas que levantaron barrios mientras el Estado miraba hacia otro lado.
Sin embargo, el tiempo exige un nuevo pacto, la improvisación, que alguna vez fue motor de supervivencia, hoy amenaza con volverse trampa, frente al cambio climático, la degradación ambiental y las desigualdades espaciales, Chimbote necesita pasar de la resistencia a la reinvención, esa reinvención no puede venir solo de arriba ni solo de abajo: debe surgir del diálogo entre el conocimiento técnico y la sabiduría popular, entre la planificación institucional y la planificación de la vida diaria.
Los proyectos propuestos —los parques resilientes, el malecón regenerativo, la movilidad equitativa y la escuela de ciudadanía urbana— no son simples intervenciones físicas, sino actos de reconciliación entre el territorio y su gente, cada uno plantea una forma distinta de entender el urbanismo: no como una imposición de formas, sino como una práctica social que devuelve a los ciudadanos el derecho a imaginar y construir su propio entorno. Si se articulan correctamente, podrían convertir a Chimbote en un laboratorio de urbanismo participativo para el Perú, demostrando que el desarrollo sostenible no es un privilegio, sino un derecho colectivo.
En el fondo, la historia de Chimbote es la historia de una ciudad que sigue aprendiendo a habitarse, lo urbano ya no puede reducirse a cemento y zonificación: es un proceso emocional, ecológico y político, la ciudad debe volver a ser el lugar donde la gente no solo vive, sino también se reconoce. En esa tarea, el diseño del espacio público se convierte en herramienta de justicia; la participación ciudadana, en método de transformación; y la gestión territorial, en puente entre la memoria y el porvenir.
Si el siglo XX nos enseñó a crecer rápido, el XXI debe enseñarnos a crecer con sentido, tal vez, cuando el aire de la bahía vuelva a oler a mar y no a abandono, podamos decir que Chimbote encontró por fin su forma: no la que trazaron los arquitectos modernistas en el papel, sino la que el pueblo, con su infinita capacidad de adaptación, supo esculpir sobre la arena. Porque, al final, toda ciudad —como toda vida— es una obra inacabada, un mapa que se dibuja mientras se camina.
Bibliografía
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