Silencios Edificados: La Arquitectura como Dispositivo de Memoria frente al Patrimonio Invisible en Áncash”

Silencios Edificados: La Arquitectura como Dispositivo de Memoria frente al Patrimonio Invisible en Áncash”

Autor: Arq. Hatsumi Cruz Esquivel
CATEGORÍA: A. Arquitectura / Patrimonio / Memoria

RESUMEN
Áncash es un territorio con el alma partida, un «palimpsesto vivo» donde el pasado de Chavín, los aluviones y la modernidad industrial se han superpuesto de forma violenta. Para mí, la gran tarea de la arquitectura no es solo construir edificios, sino darle voz a lo que yo llamo los «Silencios Edificados”: esa memoria oculta de las casas de adobe borradas por el Terremoto de 1970 en Huaraz y la épica de la autoconstrucción de ladrillo y sudor que dignifica a Chimbote, pero que es marginada por los planificadores. En Huaraz, propongo una «Arqueología de la Memoria”, usando luz o estructuras efímeras para que la gente recuerde la traza urbana perdida; en Chimbote, mi lucha es por la «dignificación radical» de ese proceso popular mediante el Diseño Participativo. El análisis se estructura en la dualidad Costa-Sierra: examino el trauma del borrado arquitectónico vernáculo en Huaraz tras el sismo de 1970, contrastándolo con el patrimonio de la precariedad y la autoconstrucción migrante en la costa, ejemplificado por Chimbote/Nuevo Chimbote. En el fondo, me convenzo de que ser arquitecto en esta tierra es tener una «ética del testimonio”, buscando la reconciliación con la Tierra, el Trauma y el Pueblo, porque la verdadera resiliencia no está en el concreto, sino en la capacidad del espacio para sostener nuestra identidad a pesar de todo. Es solo reconociendo lo ausente y lo marginal, que lograremos construir un sentido de pertenencia auténtico y una base proyectual sólida para el futuro territorial de Áncash.

Palabras Clave: Silencios Edificados, Patrimonio Invisible, Arquitectura y Memoria, Trauma Urbano, Áncash.

El Territorio que Grita en Silencio

Desde que mi mirada se posó en la región de Áncash, yo he sentido que este territorio es más que un mapa de contrastes, es un palimpsesto vivo, una superficie donde la historia ha escrito y borrado incontables veces, dejando cicatrices que se sienten en el aire frío de la sierra y en el calor industrial de la costa. Siento el peso de sus picos nevados, que han sido testigos inamovibles de civilizaciones milenarias, y la velocidad vertiginosa de su franja costera, que ha crecido a la par del cemento y la migración, a una velocidad que marea.
Cuando camino por sus calles, me doy cuenta de que la arquitectura aquí no es meramente el arte de edificar o de resolver un problema funcional; es el arte de narrar una historia, una crónica a menudo incompleta que muchas veces, de manera consciente o inconsciente, elegimos no escuchar. Mis ojos se posan en lo visible: los restos precolombinos que se levantan con una dignidad pétrea, los bloques monótonos de la reconstrucción post-sismo en Huaraz, y las inmensas, casi intimidantes, infraestructuras pesqueras que dominan el horizonte en Chimbote.
Sin embargo, es lo invisible, lo que ha sido tragado, perdido o marginado. Es en esos vacíos donde me pregunto: ¿dónde reside hoy la memoria de las casas de adobe borradas por el sismo en 1970? ¿En qué rincón silencioso se esconde el recuerdo de esos primeros asentamientos migrantes que llegaron con nada, pero con una voluntad de hierro, y que moldearon, ladrillo a ladrillo, el destino de la costa? Esta memoria, esta herencia que carece de placa conmemorativa y que no está inscrita en los catálogos oficiales, es lo que yo he decidido llamar el «Patrimonio Invisible». Mi profunda convicción, casi una certeza moral, es que el verdadero y urgente desafío patrimonial en Áncash ya no es simplemente restaurar la piedra antigua, sino activar la memoria, darle un cuerpo al recuerdo.
La arquitectura, la disciplina a la que he dedicado mi vida, tiene la obligación ineludible de ir mucho más allá de la conservación física de las ruinas para transformarse en un dispositivo de memoria activo, un catalizador que haga visible, legible y tangible todo aquello que ha sido silenciado. He aprendido a ver que ciertos elementos urbanos –las ruinas persistentes, los muros a medio terminar, los vacíos urbanos que nadie se atreve a ocupar– no son meras carencias o errores de planificación, sino testimonios mudos, los silencios edificados que claman, con una voz profunda, por ser leídos e interpretados por nosotros, los habitantes del presente. La tarea del arquitecto en Áncash, siento yo, es convertirse en el paciente y humilde narrador de estos silencios, articulando una narrativa espacial que tenga la capacidad de reconciliar el trauma histórico, ese dolor que sigue latente, con la imperiosa necesidad de construir un futuro que sea verdaderamente resiliente y justo para todos.
Mi fascinación por el concepto de la ciudad como un palimpsesto no es en absoluto una mera figura literaria o una metáfora vaga, sino que se ha convertido en una herramienta analítica esencial para mí: me permite ver que cada capa de construcción, cada evento de destrucción violenta y cada intento posterior de reconstrucción coexiste de forma tangible e intangible en la conciencia espacial de la gente.
El pasado, lejos de desvanecerse en el tiempo, se superpone de manera dinámica y violenta, influyendo de forma ineludible en cada decisión de diseño, en cada trazo de la cuadrícula y en cada ocupación del suelo. Esta superposición, a veces caótica, es la que genera fricciones, y son esas tensiones las que se manifiestan en la calidad, la identidad y, lo más importante, la seguridad estructural de las edificaciones que levantamos hoy.
La memoria, tal como la entendió y la escribió el maestro Aldo Rossi en su fundamental obra La arquitectura de la ciudad, está inherentemente ligada a los hechos y a los lugares. La ciudad misma es el inmenso depósito de la memoria de sus pueblos, y en Áncash, esta memoria se manifiesta en dos planos interconectados que no podemos ignorar: el plano geológico, marcado por la inestabilidad dramática de las placas tectónicas y el movimiento incesante de los glaciares andinos; y por otro lado está el plano social, forjado a golpe de desplazamiento masivo, pérdida y la inagotable resiliencia comunitaria.

La historia sísmica y de aluviones –esos eventos recurrentes y catastróficos que se repitieron en 1725, 1962 y, con el sismo en 1970– ha obligado a estas comunidades a desarrollar una cultura de la resiliencia que, y aquí viene la gran paradoja, tiende a ser borrada o ignorada por las soluciones urbanísticas que nos llegan importadas en los cortos períodos de estabilidad aparente.
El patrimonio, más allá de la definición legal que nos da la Ley del Patrimonio Histórico, es una responsabilidad ética. Pero lo que me duele profundamente es constatar que, en un territorio tan marcado por el desastre como Áncash, una parte considerable de ese patrimonio no solo ha sido destruida, sino que ha sido activamente deslegitimada.
Es en este punto de quiebre donde siento que la arquitectura debe alzar la voz y asumir su rol como dispositivo de memoria, tal como lo articuló Marot al citar la tradición de Yates, transformando el espacio en un vehículo activo que tenga la capacidad de articular la historia, el paisaje y la identidad local. Yo siento que el arquitecto moderno ya no puede limitarse a ser un técnico que diseña formas funcionales o meramente estéticas; nuestra labor se expande, se humaniza, y se convierte en la gestión espacial y empática del recuerdo.
Es vital trazar una línea de conexión que enlace la fragilidad, a menudo irresponsable, de la construcción moderna con la sabiduría milenaria de las técnicas prehispánicas que florecieron en esta misma geografía. Cuando estudio las civilizaciones antiguas, como la de Chavín, erigida hacia el 1500 a. C., o los vestigios costeros de Las Haldas, me asombra cómo ellos ya incorporaban, de forma intuitiva y depurada, criterios de diseño sismo-resistente que nosotros parecemos haber olvidado. El Templo Principal de Chavín de Huántar, al que llamamos «El Castillo», con su geometría piramidal trunca y una inclinación deliberada de 9°, no es solamente una maravilla ceremonial; para mí, es una lección de ingeniería que ha demostrado una capacidad asombrosa para disipar la energía sísmica, gracias a la solidez masiva de sus muros y a un ingenioso sistema interno de galerías y drenaje.

En la costa, la arqueología nos revela otro secreto olvidado: el uso de las famosas shicras, esos cestos llenos de piedra que se colocaban estratégicamente entre los adobes. Este sistema, tan sencillo y tan genial, funcionaba como un precursor rudimentario y altamente efectivo de los modernos aisladores sísmicos, amortiguando las vibraciones. Esta dolorosa dualidad histórica –el conocimiento ancestral que ignoramos y la vulnerabilidad contemporánea que padecemos– subraya, para mí, el profundo fracaso ético de los modelos de reconstrucción post desastre, que priorizan la velocidad, la estandarización vacía y los materiales foráneos e impersonales, en detrimento de la sabiduría constructiva local y la contextualización ecológica y cultural.
El trauma del Gran Terremoto de 1970 y el aluvión que sepultó Yungay no fue, en mi sentir, solo una catástrofe natural; fue un evento de borrado cultural y físico de proporciones épicas. Siento que el sismo impuso una tabula rasa forzada, una negación violenta del pasado, no solo a nivel físico –pienso en la destrucción total de más del 90% de los barrios tradicionales de Huaraz, como La Soledad y Huarupampa, que colapsaron debido a la falta de refuerzos en el adobe– sino también a nivel social y existencial. Este evento obligó a la gente ancashina a una diáspora interna, a abandonar su «forma de vida tradicional» en las ciudades históricas para iniciar una nueva, y a menudo extraña, existencia en pueblos y ciudades reconstruidas.
La nueva arquitectura que surgió, estandarizada, funcionalista al extremo y profundamente descontextualizada, se levantó sobre los escombros como un mecanismo social de negación o como un intento desesperado de superación acelerada del pasado, pero a un costo incalculable para el espíritu colectivo: la pérdida de la memoria compartida y la destrucción irreversible de un patrimonio colonial y republicano único. La arquitectura que siguió al trauma, en este contexto preciso, fue, en mi humilde opinión, una arquitectura del silencio impuesto, una que negaba la belleza, la pertinencia y la dignidad de la herencia constructiva anterior, dejando a la gente sin un espacio donde anclar su duelo.

El 31 de mayo de 1970, como la fecha de una herida que aún supura en Huaraz, el corazón del Callejón de Huaylas. El impacto fue devastador, magnificado porque la principal técnica constructiva era el adobe. Y aquí quiero detenerme a reflexionar: el adobe es un material bioclimático, es nuestra historia, es culturalmente pertinente, pero su aplicación sin la ingeniería sísmica adecuada se mostró letal.
El borrado afectó gravemente a las viviendas, pero su impacto en el patrimonio cultural fue una tragedia insuperable, perdiéndose, como bien se ha dicho, pasajes importantes de la historia regional que no podrán ser reconstruidos nunca. Mi mente imagina las iglesias coloniales y las casonas republicanas, repletas de retablos en pan de oro y arte sacro de valor incalculable, colapsando en una nube de polvo. Este evento significó una interrupción brutal, violenta, en la continuidad histórica y estética de la ciudad andina. Lo que más duele es la forma en que se abordó la reconstrucción posterior. Esta no tuvo la humildad de intentar recuperar la traza urbana tradicional, ni la inteligencia de integrar los materiales vernáculos; al contrario, impuso un modelo moderno, higienista y supuestamente «sismo-resistente» basado en la frialdad del concreto armado y la mampostería, casi como una venganza contra la tierra y contra el pasado.
La cuadrícula urbana tradicional fue brutalmente modificada, y las nuevas edificaciones se levantaron en una carrera contra el tiempo, ignorando por completo la microhistoria íntima de los barrios perdidos. El resultado de esta negación fue una ciudad que, si bien puede haber sido estructuralmente más segura (según los estándares de la época), carecía por completo de la identidad espacial, la escala humana y la riqueza de los espacios intermedios y vecinales que la Huaraz pre-1970 poseía.
Al prohibir de facto, o al menos desincentivar severamente, el uso del adobe, ese material tan íntimamente ligado a la identidad andina, la arquitectura de la reconstrucción silenció, con una ironía cruel, una tradición constructiva de miles de años. La nueva ciudad se convirtió así en un monumento al olvido del cómo se construía, privilegiando el concreto armado como símbolo de una modernidad foránea y una seguridad vacía, y borrando la huella del pasado y la conexión profunda de la gente con su técnica y su paisaje.

La reactivación de la memoria en Ancash no es solo un proyecto de restauración, sino un proyecto ético y existencial. Siento que la arquitectura debe practicar una arqueología de la memoria, que no es una reconstrucción nostálgica de lo que fue, sino una revelación crítica de lo que ya no está, una confrontación con el vacío.
Cuando pienso en intervenir un espacio urbano, mi impulso no es llenar el hueco, sino hacerlo legible. Buscaría formas de revelar la antigua traza urbana o las técnicas constructivas perdidas mediante lo que yo llamo “trazados fantasmas”: utilizaría pavimentos con texturas contrastantes, patrones de iluminación especiales o materiales sutiles en el suelo para delinear, como si fueran sombras, los perímetros exactos de las casonas o iglesias desaparecidas.
El uso de Muros Testigo se presenta como otra estrategia fundamental y profundamente conmovedora: se trata de conservar, casi como reliquias, o ‘musealizar’ fragmentos de cimientos o muros de adobe que sí sobrevivieron al sismo, colocándolos en un contrapunto dramático con la nueva arquitectura de concreto para forzar un diálogo temporal ineludible entre el pasado y el presente. Finalmente, la creación de archivos de barrios, ubicados en pequeños espacios públicos que funcionen como centros comunitarios de memoria oral y fotográfica, es esencial para devolver la narrativa histórica a la escala vecinal y humana, democratizando el recuerdo y sacándolo de los museos cerrados, para que el anciano pueda contarle al niño lo que existía aquí.
El panorama arquitectónico en Chimbote, la capital de la provincia del Santa, me ofrece un contraste radical. Aquí, la montaña no es el enemigo, sino el mar y el desierto. Pero, al igual que Huaraz, está profundamente marcado por los Silencios Edificados. Chimbote es, para mí, el resultado de una explosión demográfica posterior a la efímera edad de oro industrial pesquera, un fenómeno migracional tan intenso que la convirtió, bellamente, en el «crisol donde se funden todas las sangres del Perú.»

La velocidad inaudita de su crecimiento demográfico superó por completo la capacidad del Estado para planificar y proveer infraestructura básica. El resultado palpable fue la proliferación incontrolada de asentamientos humanos y la autoconstrucción se consolidó como el principal, casi único, y más heroico motor de la producción del espacio residencial. La autoconstrucción, y esto es lo que quiero subrayar, es un fenómeno profundamente paradójico: es, por un lado, una manifestación cruda y directa de la pobreza económica y la exclusión habitacional que el Estado genera; pero, simultáneamente, es una demostración épica e inigualable de agencia, ingenio y una resiliencia social que me conmueve. Es la arquitectura hecha por sus propios usuarios, por las familias, en un proceso incremental, continuo y evolutivo, donde la casa no se diseña en un escritorio, sino que se construye en etapas, adaptándose a los recursos que se consiguen (generalmente ladrillo y concreto, adaptados a la geografía de la costa).
El silencio que percibo en Chimbote no es el de la catástrofe telúrica, sino el profundo silencio de la marginación, la invisibilidad académica y la indiferencia política. La arquitectura autoconstruida, a pesar de albergar y dar dignidad a la inmensa mayoría de la población productiva de la ciudad, es sistemáticamente desechada por la academia, los planificadores urbanos y la política oficial como algo meramente «informal,» «precario» o «carente de valor estético.» Siento que el verdadero desafío ético y profesional de mi disciplina es la dignificación radical de este proceso.
La autoconstrucción, por muy modesta que sea su apariencia, cumple con la necesidad básica de habitabilidad, da seguridad y dignifica la vida del ser humano a través del esfuerzo propio. No podemos seguir ignorando esta realidad. Las investigaciones técnicas en zonas como Nuevo Chimbote han comenzado a centrarse, y esto es un avance crucial, en evaluar y diseñar sismo-resistentes estas viviendas de albañilería confinada, demostrando que esta tipología no es solo una alternativa económica esencial para las familias de bajos recursos, sino que, con la asesoría técnica adecuada, puede ser una práctica constructiva que mantenga ambientes habitables y estructuralmente sólidos, armonizando la arquitectura con la estructura y el deseo de sus habitantes.
Hay otro silencio edificado que me atormenta en la costa chimbotana: la severa degradación del espacio público y la total falta de una planificación bioclimática elemental. En el clima árido, cálido y soleado de Chimbote, yo entiendo que la sombra no es un lujo, sino un elemento fundamental y vital que permite la ocupación diurna del espacio público y, con ello, genera los inmensos beneficios de la convivencia, el comercio y el encuentro. La autoconstrucción, al estar enfocada en la urgencia de la unidad habitacional, casi siempre pospone la creación, el mantenimiento y la inversión en el espacio público circundante.
El arquitecto en Chimbote debe, por lo tanto, centrarse con humildad en la regeneración de estos espacios marginales. Al intervenir, mi trabajo no buscaría imponer formas abstractas, sino dignificar el proceso de autoconstrucción o regenerar el silencio industrial, transformándolos en narrativas públicas y espacios de encuentro funcionales. Un ejemplo de intervención modesta, pero significativa, podría ser la creación de estructuras experimentales de sombra, diseñadas y construidas con la comunidad. Esto muestra cómo la colaboración activa entre profesionales, estudiantes y la comunidad puede activar un espacio abandonado, partiendo de la correcta y empática comprensión de las necesidades locales: la sombra, el juego, el encuentro. La regeneración del borde costero, la recuperación de los humedales que son vitales para el ecosistema, y la creación de infraestructura cultural que reconozca la identidad cosmopolita, migrante y multifacética de Chimbote, son tareas urgentes que confrontan la apatía y el silencio que envuelve tanto al patrimonio natural como al patrimonio industrial de su inmensa bahía.
La arquitectura, cuando se concibe como un dispositivo de memoria, me exige la adopción de metodologías que vayan mucho más allá del mero inventario tradicional de bienes inmuebles, centrándose en la activación de las narrativas humanas. Por ello, propongo tres líneas de acción interconectadas, aplicables tanto a la sierra (Huaraz) como a la costa (Chimbote), que activen estos Silencios Edificados de Áncash, promoviendo una ética profunda del testimonio en nuestra práctica profesional.

La primera línea es el diseño participativo y la codificación de la resiliencia. Yo creo firmemente que el arquitecto debe abandonar el rol arrogante de artista o el de técnico superior, para convertirse en un facilitador, educador y codificador humilde de las prácticas locales que ya existen. En Chimbote, esto implica dejar el escritorio y trabajar en talleres de diseño colaborativo con los auto constructores, no con el propósito de imponerles un modelo estandarizado de vivienda que no se ajusta a su realidad, sino para incorporar, de manera didáctica, accesible y empática, principios fundamentales de diseño bioclimático (como la ventilación cruzada y la gestión de la sombra) y sismo-resistente (como los refuerzos de albañilería confinada) en sus propias lógicas.
La estrategia esencial debe centrarse en la dignificación a través del detalle constructivo y en la valoración intrínseca del proceso incremental. El diseño, para mí, no se concibe aquí como un producto final estático, sino como un manual de instrucciones vivo y evolutivo que guía la transformación de la vivienda a lo largo de las décadas, celebrando cada etapa de crecimiento como un inmenso logro económico y social de la familia. Esto transforma la autoconstrucción de un problema de «informalidad» a una solución de «vivienda progresiva» que genera un robusto tejido social y empodera al ciudadano con herramientas técnicas para su propia seguridad.
La segunda línea es la arquitectura efímera y la evocación del cacío. En Huaraz, donde el trauma del 70 dejó esos grandes vacíos urbanos que nadie se atreve a llenar y donde la reconstrucción borró la antigua traza, la arquitectura efímera se convierte en una herramienta poderosísima y, para mí, éticamente responsable, para la activación de la memoria sin caer en la falacia tramposa de la reconstrucción nostálgica. Se pueden diseñar Instalaciones mnemotécnicas: proyectos temporales, ligeros, que utilicen la luz dramática, el sonido ambiental, estructuras ligeras (como madera o tela) o proyecciones holográficas para recrear las volumetrías perdidas de la plaza de armas o de los antiguos barrios como Huarupampa. Estas instalaciones no deben buscar la permanencia; su inmenso valor reside en su capacidad de ser detonadores efímeros de la memoria colectiva, que generen un diálogo intergeneracional genuino y espontáneo en el espacio público. El Muro Parlante o la instalación sonora es otra estrategia que me entusiasma: se trata de intervenciones artísticas en los pocos muros sobrevivientes o en los cimientos que quedaron, utilizando códigos QR y tecnología phygital (que conecta lo físico con lo digital) para que los visitantes, al pasar, puedan acceder directamente a testimonios orales de los sobrevivientes, planos antiguos o imágenes de la ciudad antes del desastre. Esto saca la historia de la frialdad de los libros y los archivos cerrados y la sitúa de nuevo en el espacio vivo y respirable que la generó, forzando un encuentro con el pasado.
La tercera línea, y para mí la más crucial en el ámbito de la academia y la investigación, es el fomento radical de la investigación de lo marginal. Siento que el pensamiento arquitectónico y la universidad tienen la obligación moral de investigar, catalogar y valorar estas arquitecturas que hoy consideramos «menores» o «informales» para incluirlas, de una vez por todas, en el discurso oficial y en la planificación urbana. Es vital crear un Catálogo de Tipologías de riesgo y resiliencia en Chimbote, no con la intención de sancionar las construcciones que ya existen, sino para entender a fondo sus lógicas estructurales, sus debilidades y sus fortalezas, y proponer soluciones de refuerzo que sean accesibles, económicas y respetuosas con el proceso constructivo que el usuario ya conoce.
Estos estudios deben ir necesariamente de la mano con la investigación de las técnicas bioclimáticas vernáculas y tradicionales. El conocimiento sobre el comportamiento térmico óptimo de los muros de adobe andinos y las estrategias costeras de sombra y ventilación cruzada debe ser integrado de manera obligatoria en el diseño contemporáneo, rompiendo con la ridícula dependencia de soluciones energéticas costosas y descontextualizadas que ignoran por completo nuestro entorno.
La responsabilidad social y territorial del arquitecto se manifiesta, precisamente en este compromiso de enfrentar las profundas desigualdades espaciales y de promover, a través de nuestro trabajo, ciudades más equitativas y humanas, donde el diseño sirva como una herramienta tangible de justicia social y espacial.
Dar voz a los silencios edificados de Áncash es, en última instancia, un acto de justicia epistémica y un aporte académico y profesional ineludible. La arquitectura es, en su raíz más profunda, la disciplina que nos permite edificar, que nos da refugio y nos da forma. Pero la lección más valiosa, la que me ha dejado marcada Áncash en cada viaje, es esta: no solo debemos edificar sobre la tierra, con sus riesgos y su geología; debemos edificar, y de forma consciente, sobre la memoria. Al asumir nuestro rol esencial de narradores, de activadores y de facilitadores de estos Silencios Edificados, le entregamos a la región, a su gente, una herramienta fundamental que trasciende la estructura: un sentido de pertenencia que es más profundo, más honesto y más integral.
La práctica arquitectónica en Áncash debe ser, en el fondo, un compromiso constante y personal con la ética del testimonio. Esto significa, para mí, que cada decisión de diseño que tomo, cada material que elijo, cada línea que trazo en un plano, debe ser una respuesta consciente y respetuosa a las capas históricas y las heridas que yacen debajo de la superficie. Este compromiso se traduce en tres reconciliaciones fundamentales:
Primero, una reconciliación con la tierra. Esto implica aceptar la condición sísmica y aluviónica de la región no como una maldición divina, sino como un condicionante de diseño ineludible que exige respeto profundo por la geología local y por la sabiduría constructiva ancestral que ya sabía de estos peligros. Es construir con la tierra, no contra ella.
Segundo, una reconciliación con el trauma. Debemos diseñar espacios que permitan el luto colectivo de lo perdido sin caer jamás en la tentación de embellecer el dolor, sino canalizando la memoria hacia la construcción de resiliencia y la esperanza en el futuro. Es permitir que la gente recuerde y honre a sus muertos, pero en un espacio que les dé la fuerza para seguir adelante.
Y tercero, y quizás lo más importante, una reconciliación con el pueblo. Debemos reconocer, de una vez por todas, la validez, la dignidad y la épica de la autoconstrucción y de las lógicas populares como formas legítimas, las más legítimas, de hacer ciudad y de producir espacio habitable, brindándoles las herramientas técnicas necesarias para su dignificación y seguridad estructural.
La arquitectura de Áncash no puede, y no debe, ser un borrón y cuenta nueva, una simple tabla rasa. Tiene que ser una disciplina de la continuidad y del testimonio. En Huaraz, el futuro se construye recordando el riesgo y la dignidad de lo que se perdió bajo el barro y las piedras. En Chimbote, se construye acompañando, asesorando y dignificando la épica diaria de quienes edifican su hogar ladrillo a ladrillo, con esfuerzo y sudor, desafiando a la informalidad con una resiliencia inagotable.
La verdadera y profunda resiliencia arquitectónica, lo he comprendido, no se encuentra solo en la resistencia estructural del concreto armado, sino en la capacidad intrínseca del espacio para sostener la identidad cultural a través del tiempo, a pesar de las catástrofes y la indiferencia. Al dar voz, de esta manera, a lo silenciado, la arquitectura no solo nos recuerda, con nostalgia, lo que fuimos en el pasado, sino que nos enseña, activamente, a ser, con una identidad fuerte y una resiliencia auténtica, en el territorio que nos ha tocado transformar y amar. Siento que esa es nuestra misión.
El viaje reflexivo por el territorio de Áncash, desde las alturas andinas de Huaraz hasta la vibrante bahía industrial de Chimbote, me ha revelado una verdad ineludible para mi disciplina: el fracaso más profundo que podemos experimentar no es el colapso de un edificio ante un sismo, sino el colapso de la memoria ante la indiferencia. Los Silencios Edificados que he analizado –la traza urbana borrada por el desastre, la tradición constructiva silenciada por el concreto, la autoconstrucción marginada por la academia– son la manifestación de una deuda histórica y de una planificación urbana que ha preferido sistemáticamente la negación a la confrontación honesta con la realidad.
Estoy convencida de que la arquitectura tiene el poder inmenso de saldar esta deuda, de sanar estas heridas espaciales. Nuestro rol, como arquitectos, ya no se limita a la materialidad estricta de las estructuras, sino que se expande a la inmaterialidad del recuerdo y la ética del cuidado.

Al convertir nuestra arquitectura en un Dispositivo de Memoria, que utiliza la intervención puntual, sensible y el diseño participativo para revelar las capas complejas del palimpsesto, honramos la resiliencia infinita de quienes han edificado y re-edificado la región una y otra vez. Así, logramos que este territorio, que parecía condenado a gritar en silencio, encuentre por fin una voz articulada y segura en los edificios y espacios que habitamos, convirtiendo la arquitectura en un manifiesto constante de la memoria, la dignidad y la esperanza. La tarea que nos queda es clara y urgente: edificar el futuro, sí, pero siempre con los pies firmemente anclados y respetuosos sobre las huellas y las historias del pasado.



Bibliografía

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Vidal, A. V. (2018). Arquitectura de la reconstrucción: La vivienda social en Huaraz (1970-1980). Tesis de Maestría, Universidad Nacional de Ingeniería. (Recomendada para profundizar la crítica a la arquitectura moderna y estandarizada que se impuso en Huaraz).

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